Por Eduardo Martel

Para LA GACETA - TUCUMÁN

-Usted ha tenido una formación rigurosa en ciencias físicas y luego se ha orientado a campos del saber con una complejidad diferente, como la psique humana. ¿Cómo describiría esa experiencia?

-Me ha resultado muy enriquecedora. La ciencia nos ejercita en el empleo de la lógica, nos acostumbra a tener una visión desprejuiciada, nos hace desconfiar de nuestras primeras impresiones y de nuestra comprensión, y nos alienta a erradicar de nuestro pensamiento el principio de autoridad. Todo esto resulta útil en psicoanálisis, no sólo para entender o ampliar su teoría, sino incluso a la hora de llevar adelante una cura, en la clínica. El estudio de la física enseña a imaginar y desarrollar modelos, a intuir los modos en que algo está estructurado. Y eso es importante para el analista, que tiene que lidiar con la estructura lógica de la posición de cada sujeto. En este aspecto, la principal diferencia radica en que la ciencia busca que sus modelos sean universales, y en el análisis se apunta a lo singular: cada paciente es único y cada sesión es un acontecimiento irrepetible. Pero el llegar al psicoanálisis desde la ciencia, no todo es ventajoso. La ciencia moderna nos predispone a rechazar todo aquello cuya existencia sólo dependa del lenguaje y de la imaginación (unicornios, flogisto, epiciclos, etc.), mientras que ese tipo de entidades están en el primer plano de la experiencia analítica, porque lo están en el de la vida de nuestros analizantes.

Cómo la inteligencia artificial amenaza la identidad digital

-¿Considera que su reciente libro, Psicoanálisis y ciencia: el falso antagonismo, se inscribe en la creciente tendencia a superar prejuicios y diferencias metodológicas para abordar temáticas transdisciplinares emergentes de los avances científicos y tecnológicos?

-De ninguna manera. Sin duda, me inscribo en la tendencia a superar prejuicios, ya que soy hijo de las Luces. Pero, por eso mismo, sé que pasar por alto las diferencias metodológicas entre disciplinas diversas suele engendrar monstruos conceptuales y metafísicos que llenan los espíritus con humo tóxico. En lo que atañe al psicoanálisis, en especial, el olvido de esas diferencias a veces desemboca en algunas aberraciones teóricas que han sido bien caracterizadas en varios libros recientes, tales como Neurología versus psicoanálisis, de Hervé Castanet, y El rechazo de lo inconsciente en las neurociencias actuales, de Marco Balzarini. Mi libro se inscribe en contra de la superación de las diferencias de método cuando se proponen abordajes transdisciplinares. No perder jamás de vista esas diferencias es una condición indispensable para que el diálogo del psicoanálisis con otras disciplinas, si se produce, sea fructífero. Mis escritos incluso proponen la lógica como el territorio común en el cual ese diálogo podría prosperar.

-Más allá de los efectos socioculturales evidentes de la Inteligencia Artificial como representativa de la irrupción de las nuevas tecnologías, ¿cómo cree que afectará al sujeto humano en sus rasgos esenciales?

-Es una excelente pregunta, dado que las nuevas tecnologías, y sobre todo las ligadas a la IA, cada vez más nos incitan a interrogarnos acerca de lo que debemos incluir entre tales rasgos esenciales, y esto puede depararnos varias sorpresas. A principios de este año salió en París un libro claro, ameno, inteligente y serio, titulado L’Esprit artificiel (La mente artificial), y su autor, Raphaël Enthoven, da en el clavo de entrada: la IA puede ser útil para resolver en un abrir y cerrar de ojos ciertos problemas cuya solución, sin ella, demandaría mucho tiempo (y quizá no exenta de errores). Sin embargo, esa IA es incapaz de inventar una problemática nueva, y por eso le es imposible filosofar. De esa manera, Enthoven me hizo notar que uno de nuestros rasgos esenciales es la capacidad de crear problemas, ¡y hasta la de meternos en ellos! Se considera que pertenecemos a una especie que se ha dado en llamar homo sapiens, “inteligente”. La IA también tiene cierta forma de inteligencia. Esto podría conmover la forma en que nos clasifiquemos biológicamente, pues ser sapiens ya no definiría nuestra diferencia específica. Ahora bien, la IA carece de toda forma de pensamiento, en la medida en que el pensamiento es por esencia errático, arbitrario, vacilante y juguetón. Por lo tanto, los desarrollos en IA me inclinan a sospechar la conveniencia de redefinir nuestra especie como homo cogitans, “pensante”, y este carácter sí nos distingue (y estimo que siempre lo hará) de las máquinas inteligentes.

-¿Qué rol prevé para el psicoanálisis como resguardo de la subjetividad en el desafiante contexto actual y en el que se proyecta a futuro?

-Si entendemos por subjetividad el hecho de que los cuerpos hablantes estamos sujetos a las consecuencias de vivir en un hábitat de lenguaje y, por tanto, somos afectados por discursos que toman nuestros cuerpos y los relacionan con otros, creo que la subjetividad es alienada por esencia y que eso no corre riesgos ni requiere resguardo alguno. Pero en ocasiones se entiende la subjetividad en un sentido que prefiero llamar “singularidad”, como equivalente a lo que hace de nosotros algo único e irremplazable. Freud consideraba que tal singularidad es lo que la experiencia analítica tiene por meta primera despejar. Y eso sí que está en riesgo de ser aplastado por el floreciente individualismo de masas que el discurso capitalista propugna y forja. Poco espacio queda hoy en día para lo singular y para lo íntimo, y por eso considero probable, sí, que tarde o temprano el psicoanálisis se convierta en el último refugio de ambas cosas.

-¿Podría la ética fijar límites a los desbordes del “desarrollo” tecnológico?

-A mi entender, la ética carece de la fuerza que se necesitaría para poner límites efectivos a tales desbordes. A lo sumo puede ralentizarlos, son y seguirán siendo inevitables. Pero la imagen misma del desborde puede inducirnos a engaño, ya que implícitamente asume la existencia de un progreso y de una linealidad que la historia de la humanidad refuta sin inconvenientes. Pensemos en ese crucial desarrollo tecnológico que, hace tiempo, nos permitió manejar el fuego. Así logramos cocinar alimentos y hacer alfarería, entre otras cosas. Así también, quemar brujas, lo cual es, para nuestra mirada, un desborde, aunque en su época no lo haya sido. Cuando dejamos de quemar brujas sistemáticamente, no fue efecto de una eticidad ni de la elevación de nuestros valores humanitarios, sino un mero producto colateral del nacimiento de la ciencia contemporánea. Esa misma ciencia luego facilitó el desarrollo del napalm, cuyo uso permitió quemar poblaciones enteras, y también el de las armas nucleares y químicas, que queman de otra manera. Lo que ralentizó la carrera armamentista fue, en última instancia, la existencia, en los cuerpos hablantes, de una economía de los goces y de un inextinguible deseo de gozar cuya perla es el goce de la vida. Podemos gozar por destruir al adversario, pero si todos morimos, ¡adiós goce de la vida!

-Cuando usted mira hacia el futuro, ¿hacia dónde piensa que se encamina la humanidad? ¿Hacia un transhumanismo? ¿Habrá suficiente Eros para compensar la natural pulsión de destrucción?

-El vector que apunta al transhumanismo como futuro de la civilización es capaz de seducir a nuestra imaginación y ha sido argumentado en libros como Homo Deus, de Yuval Harari. Como marco de una rara historia de amor titulada La posibilidad de una isla, Michel Houllebecq construye para nosotros una forma que ese mundo podría adoptar, en el sentido de que no puede descartarse que esa distopía contenga notas clave de un futuro distante, pero posible, para la humanidad. El mismo novelista escribió Sumisión, que es otra distopía, aunque situada en un futuro ya no distante. Nos pinta un mundo radicalmente distinto del imaginado en la otra novela, en el que el islam toma las riendas de Francia y de todo el territorio que alguna vez estuvo bajo el imperio de Roma. Y tan convincente resulta, que tampoco cabe descartar la eventualidad de que el futuro tenga esos colores. Eligiendo entre un historiador erudito como Harari y un novelista sin educación universitaria como Houllebecq, acuerdo con Freud y con Lacan: quien nos lleva la delantera es el artista, y lo que este artista nos muestra con sus dos novelas es que no hay manera de responder racionalmente a la pregunta por el futuro de la humanidad. Con respecto a la segunda parte de la pregunta, diré que aquí no acuerdo con Freud. Postular una pulsión destructiva me parece tan innecesario como erróneo, y por eso creo que contraponerle un Eros que la compense merece idénticos calificativos. Aquí vuelven a revelarse las huellas de mi paso por la ciencia, ya que me inclino a pensar en términos de campos discursivos. Definidos por analogía con el modo en que los campos físicos (eléctrico, gravitatorio, etc.) actúan sobre los cuerpos materiales (átomos, planetas, etc.), los campos discursivos atraen o separan a los cuerpos hablantes tomados por ellos. Creo que estos campos, y no unas fantásticas pulsiones, son los principales responsables de los vaivenes de la historia. A eso dediqué mi libro más reciente, Discursos que atrapan cuerpos. El último medio milenio ha visto nacer campos discursivos que antes era imposible soñar siquiera; entre ellos, el de la ciencia y el del psicoanálisis. Mi impresión es que el futuro de la humanidad dependerá de los diversos modos en que estos y otros campos discursivos se compongan.

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Perfil 

Gerardo Arenas (Montevideo, 1960) es psicoanalista, licenciado en Psicología y doctor en Física nuclear. Realizó estudios posdoctorales en Inteligencia Artificial. Tradujo a Lacan y fue profesor de la Facultad de Psicología de la UBA. Es miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Entre otros libros, publicó En busca de lo singular, Sobre la tumba de Freud y La ética como brújula clínica. Sus últimos títulos son Psicoanálisis y ciencia: el falso antagonismo y Discursos que atrapan cuerpos